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La noche de los mil canapés


Fruncí el ceño. Observé a mi alrededor con los parpados rozándose, respirando de la única fosa nasal que la alergia no había tapado. Todo me parecía sumamente extraño y no podía dejar de mirar con atención las cosas. De alguna manera estaba intentando encontrar algún error en el salón, en la gente, en la noche, en la realidad. Desde que aquel presentimiento comenzó a picarme en el interior del pecho, mis pensamientos se fugaron e intentaban, en vano, entender por qué sentía que ya había estado en ese cumpleaños. 


El salón tenía un único piso circular que cumplía con todas las funciones necesarias para un evento. Era tan grande el terreno disponible que no había sido necesaria la construcción de más compartimentos. Las únicas puertas existentes llevaban al baño, la cocina y, obviamente, a la entrada del salón. Lo realmente llamativo de esta construcción no era solo la gran cantidad de columnas que contenía, sino la distribución en las que estas se encontraban: 5 metros de diferencia había entre una y otra, formando muchos pasillos distintos que llevaban a la pista de baile, el centro del salón. Al final de cada pasillo y a canto de las paredes se encontraban las mesas con el numero del pasillo correspondiente: la mía era la numero 7.


No conocía a nadie, pero todas las caras me resultaban familiares. Será el vino, me digo a mi mismo. Observaba con atención todas las mesas que mi vista y el pasillo circular me permitía ver. El exceso de felicidad y falsedad en las sonrisas de la mayoría me abrumó al punto de querer irme del salón. Pero la falta de respeto nunca estuvo dentro de mi personalidad y no entraba en mis cabales retirarme de un cumpleaños sin sentido. Por ende, no tuve otra opción que intentar socializar:

-Soy el único que nota algo raro en el ambiente?- pregunté con seriedad a todos los integrantes de la mesa. Tuve cierto temor de cuestionarme tal sinsentido en voz alta con gente desconocida, y me arrepentí instantáneamente de haber hablado. Sin embargo, alguien tenía que romper el hielo, aunque esa no fuera la frase adecuada para hacerlo.

-A que te referís?- me preguntó el hombre joven pero canoso sentado a mi derecha.

-No se...- el silencio se complotó con las miradas para hacerme sentir aún más nervioso- no conozco a nadie pero siento que conozco a todos. 

-Son conocidos de la cumpleañera. Los debes conocer de vista.


Yo estaba seguro no conocer a nadie. Ni vivía en ese pueblo ni conocía a la cumpleañera hace tanto tiempo cómo para conocer a alguien. La conversación sobre mi incertidumbre finalizó ni bien mi "compañero" menospreció mis sentimientos, y comenzaron a discutir sobre los vestidos de la gente, y el aroma del vino, y lo hermosas que eran las columnas, y lo ricos que estaban los canapés. No podían parar de comer canapés, y no paraban de traer canapés. Decidí probar suerte y mastiqué lentamente el primer canapé de la noche, saboreando por completo los sabores que tenía para darme. El vino me ayudó a bajarlo, y decidí comer otro. Y otro. 


"¡Que manjar!" repetíamos una y otra vez, mientras acompañábamos cada vez con más vino. Lo más llamativo fue que no podíamos despegarnos de la mesa, y la pista de baile era simplemente un adorno en el salón. El tiempo corrió cómo nunca, pero en nuestras cabezas no avanzaba. Intenté reincorporarme: tomé un trago de vino y, frunciendo el ceño, observé a mi alrededor. Todo parecía muy extraño. El pecho comenzó a picarme y sentía que ya había estado ahí. Luego de largo rato aguantando mis emociones, decidí tomar fuerzas y preguntarles a mis compañeros de mesa:

-Soy el único que nota algo raro en el ambiente?

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