Cuantos amanaceres ha visto en todo este tiempo, casi imposibles de contar. Todas las veladas que solían brillar, dejaron de hacerlo. Día tras día, noche tras noche, sin saber lo que sucedía exactamente, lo que le sucedía. No a ella, sino a él. Lo necesitaba, y Clotilde también.
Tuvieron a Clotilde unos 6 años atrás. Siempre le aportaron el máximo cariño que un niño necesita. Si bien a él no lo veían mucho ya que solía estar entrenando y discutiendo en reuniones de asamblea, eran felices ya que se proporcionaban el amor propio de una familia. Ella tejía. Y tejía y tejía. Limpiaba la casa; no era muy grande. Un piso solo, 3 habitaciones cuyas ventanas estaban estrategícamente ubicadas para que el sol tempranero logre despertarlos. A Clotilde lo solían tapar la ventana con una sábana para que pudiera dormir plácidamente aún temprano.
Clotilde era feliz. Jugaba y se divertía con los juegos regalados por distintas familias amigas de sus padres. Sobre el mediodía iban al ágora a vender sus tejidos y comprar la comida de la noche. Los días eran muy monótonos: se levantaban temprano, el padre se iba y volvía al anochecer donde cenaban, dormían y les rezaban a los dioses por seguir otro día vivos. Ella y Clotilde no tenían muchas complicaciones ni muchas cosas por hacer, pero pasaban el rato y se divertían juntas. Se sentían completas así.
No tenían esclavos. Nunca necesitaron y tampoco les gustaba la ídea de tenerlos. Si bien varias veces se habían planteado conseguirse una (sobre todo él, ya que se sentía presionado por su cargo social), pero siempre terminaron tomando el vino que más les gustaba y disfrutando del placer como forma de "arreglo", para concluir siempre en un no rotundo.
El hecho cambió dramáticamente a ella, y en menor medida a Clotilde que no entendía mucho. Para matar el tiempo, tejía. Para distenderse del hecho, tejía. Para matar la soledad, tejía. Y vendía. Pero nada, ni el consuelo de los dioses, ni el de sus compañeras del ágora, ni el de ninguna persona en Esparta podía distraerla y hacerla sentir bien, por lo menos por unos minutos.
Vivía recordando situaciones. Como aquella vez que se conocieron, en el banquete de Aetos, amigo de él. Entre miradas penetrantes los dos se dieron cuenta de inmediato que habían encontrado al amor de su vida. Recordaba la ofrenda a Afrodita hecha por él esa mismisima noche: llenó un Kilix de agua y desprendió unos cuantos pétalos de flores, agradeciendo a su vez por haber encontrado a la mujer de su vida. Recordaba cómo esa misma noche se adueñaron de sus cuerpos, uno con el otro, y concibieron a Clotilde. Y seguía recordando, sin parar.
Cuando la Guerra del Peloponeso estalló, sabían ambos lo que iba a suceder. Toda una vida él se había preparado para un momento así, y realmente lo estaba. Prometió volver con vida, y ambos lloraron y bebieron vino, para ahogar penas. Tenían las miradas perdidas: ella lo miraba cómo si todo estuviera perdido. Pero él estaba confiado. Y cada vez que miraba a Clotilde volvía a jurar y a rezar por los dioses, para que estén de su lado.
Los meses pasaban, y no había noticia ni de guerra ganada ni de guerreros con vida. Ella decidió, finalmente, conseguir una esclava (niñera) para Clotilde, para tener menos carga y poder pensar más en él. No paraba de llorar y de mirar el vasto mar, pidiéndole a Poseidón regresarlo con vida. Se deprimió fuertemente. A Clotilde no le daba mucha atención, hasta que, hablando con un filosofo que andaba predicando por las calles, se le cambió la cabeza y empezó a afrontar el problema. Comenzó nuevamente a estar pegada a Clotilde, a cuidarla sin esclava, a alimentarla, a llevarla a pasear por la ciudad. Tomaba vino y seguía llorando mucho, pero era momento de afrontarlo y de esperar. Sabía que no quedaba otra.
Durante una noche, tiene un sueño. Está él, debajo de un árbol correteando a Clotilde. Se los ve felices. Pero de fondo, una guerra. Los gritos, las espadas chocándose y sangre. Mucha sangre. Vuelve a mirar el árbol, ya no está él. La otra instancia del sueño, están en su casa. No es un recuerdo: nunca lo había vivido. Estaban cara a cara, en la cama con sus leves himationes, acariciandose y con Clotilde entremedio, dormida. Él, con una cicatriz totalmente desconocida por ella que iba en diagonal desde el labio inferior hasta el pómulo izquierdo. Se despertó, y lo sintió vivo. Se sintió viva. Lo había visto, y estaba convencida de que era él.
Pasaron unas semanas más. y un grupo de guerreros volvieron de la guerra, victoriosos de una de las tantas batallas. Ellas, obviamente, estaban esperándolo en la entrada de la ciudad, junto con muchas otras mujeres y amigos de los guerreros. Y lo vieron, allí en el fondo, gritando por Esparta y levantando su espada al cielo. Una venda le cubría mitad de la cara, pero la otra mitad esbozaba una sonrisa digna de un victorioso. Lo reconoció de inmediato, y se largaron en llanto. Se abrazaron los 3 en un abrazo mítico, en un abrazo de pura alegría familiar: en un abrazo que tanto se había extrañado en los últimos meses y que no sabían si volvería a suceder.
Tuvieron a Clotilde unos 6 años atrás. Siempre le aportaron el máximo cariño que un niño necesita. Si bien a él no lo veían mucho ya que solía estar entrenando y discutiendo en reuniones de asamblea, eran felices ya que se proporcionaban el amor propio de una familia. Ella tejía. Y tejía y tejía. Limpiaba la casa; no era muy grande. Un piso solo, 3 habitaciones cuyas ventanas estaban estrategícamente ubicadas para que el sol tempranero logre despertarlos. A Clotilde lo solían tapar la ventana con una sábana para que pudiera dormir plácidamente aún temprano.
Clotilde era feliz. Jugaba y se divertía con los juegos regalados por distintas familias amigas de sus padres. Sobre el mediodía iban al ágora a vender sus tejidos y comprar la comida de la noche. Los días eran muy monótonos: se levantaban temprano, el padre se iba y volvía al anochecer donde cenaban, dormían y les rezaban a los dioses por seguir otro día vivos. Ella y Clotilde no tenían muchas complicaciones ni muchas cosas por hacer, pero pasaban el rato y se divertían juntas. Se sentían completas así.
No tenían esclavos. Nunca necesitaron y tampoco les gustaba la ídea de tenerlos. Si bien varias veces se habían planteado conseguirse una (sobre todo él, ya que se sentía presionado por su cargo social), pero siempre terminaron tomando el vino que más les gustaba y disfrutando del placer como forma de "arreglo", para concluir siempre en un no rotundo.
El hecho cambió dramáticamente a ella, y en menor medida a Clotilde que no entendía mucho. Para matar el tiempo, tejía. Para distenderse del hecho, tejía. Para matar la soledad, tejía. Y vendía. Pero nada, ni el consuelo de los dioses, ni el de sus compañeras del ágora, ni el de ninguna persona en Esparta podía distraerla y hacerla sentir bien, por lo menos por unos minutos.
Vivía recordando situaciones. Como aquella vez que se conocieron, en el banquete de Aetos, amigo de él. Entre miradas penetrantes los dos se dieron cuenta de inmediato que habían encontrado al amor de su vida. Recordaba la ofrenda a Afrodita hecha por él esa mismisima noche: llenó un Kilix de agua y desprendió unos cuantos pétalos de flores, agradeciendo a su vez por haber encontrado a la mujer de su vida. Recordaba cómo esa misma noche se adueñaron de sus cuerpos, uno con el otro, y concibieron a Clotilde. Y seguía recordando, sin parar.
Cuando la Guerra del Peloponeso estalló, sabían ambos lo que iba a suceder. Toda una vida él se había preparado para un momento así, y realmente lo estaba. Prometió volver con vida, y ambos lloraron y bebieron vino, para ahogar penas. Tenían las miradas perdidas: ella lo miraba cómo si todo estuviera perdido. Pero él estaba confiado. Y cada vez que miraba a Clotilde volvía a jurar y a rezar por los dioses, para que estén de su lado.
Los meses pasaban, y no había noticia ni de guerra ganada ni de guerreros con vida. Ella decidió, finalmente, conseguir una esclava (niñera) para Clotilde, para tener menos carga y poder pensar más en él. No paraba de llorar y de mirar el vasto mar, pidiéndole a Poseidón regresarlo con vida. Se deprimió fuertemente. A Clotilde no le daba mucha atención, hasta que, hablando con un filosofo que andaba predicando por las calles, se le cambió la cabeza y empezó a afrontar el problema. Comenzó nuevamente a estar pegada a Clotilde, a cuidarla sin esclava, a alimentarla, a llevarla a pasear por la ciudad. Tomaba vino y seguía llorando mucho, pero era momento de afrontarlo y de esperar. Sabía que no quedaba otra.
Durante una noche, tiene un sueño. Está él, debajo de un árbol correteando a Clotilde. Se los ve felices. Pero de fondo, una guerra. Los gritos, las espadas chocándose y sangre. Mucha sangre. Vuelve a mirar el árbol, ya no está él. La otra instancia del sueño, están en su casa. No es un recuerdo: nunca lo había vivido. Estaban cara a cara, en la cama con sus leves himationes, acariciandose y con Clotilde entremedio, dormida. Él, con una cicatriz totalmente desconocida por ella que iba en diagonal desde el labio inferior hasta el pómulo izquierdo. Se despertó, y lo sintió vivo. Se sintió viva. Lo había visto, y estaba convencida de que era él.
Pasaron unas semanas más. y un grupo de guerreros volvieron de la guerra, victoriosos de una de las tantas batallas. Ellas, obviamente, estaban esperándolo en la entrada de la ciudad, junto con muchas otras mujeres y amigos de los guerreros. Y lo vieron, allí en el fondo, gritando por Esparta y levantando su espada al cielo. Una venda le cubría mitad de la cara, pero la otra mitad esbozaba una sonrisa digna de un victorioso. Lo reconoció de inmediato, y se largaron en llanto. Se abrazaron los 3 en un abrazo mítico, en un abrazo de pura alegría familiar: en un abrazo que tanto se había extrañado en los últimos meses y que no sabían si volvería a suceder.
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