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El mundo en cuatro patas

Caminaba junto a su compañero, su único compañero, por las calles desoladas. Aquellas calles que en algún momento vieron pasar miles de ruedas y piernas enloquecidas a toda velocidad para llegar a su destino. Aquellas calles llenas de recuerdos infinitos donde en algún momento caminó con sus amigos de día, noche, mañana; con lluvia, calor, frió, viento. Y ahora, así vacías, en un caos total, las ve grises, mucho más grises que el asfalto cálido que le anda quemando los pies.
Ya ni recuerda cuanto tiempo pasó. Ni siquiera lo piensa. Camina por la ciudad, en búsqueda de comida, armas, objetos que le puedan ser útiles. En búsqueda, en vano, de alguna compañía que pueda saciar sus ganas de comunicarse. De hablar con alguien que pueda responderle sus preguntas y no solo esté limitado a darle lenguetazos y a pedirle mimos. Sin embargo, no se queja. Lo único que falta es que se queje que, en un mundo así de desolado, lo tenga a Roflo (como así lo apodó desde un principio) haciéndole compañía.
Se conocieron unos cuantos años atrás. En una esquina, lo vio tirado, con las costillas que parecieran querían escaparse del cuerpo. Le hizo unos mimos, le dijo que todo iba a estar bien. Al levantarse e irse, sintió que lo empezó a seguir. Y desde allí, no se separaron. Ahora, se aman. Son compañeros de vida: van de acá para allá sin sentido alguno, explorando las ciudades, el campo, los bosques, los ríos. Han llegado hasta el mar y han vuelto para su ciudad natal y todo sigue igual. Pero su compañía (para ambos lados) fue lo único que ha logrado que sobrevivieran y sigan con vida.
Recuerda el estallido. Todas las noches se levanta sobresaltado escuchando una explosión eterna. Una explosión que le carcome la cabeza y lo hace despertarse de su sueño que no quiere que se acabe nunca. Se levanta y, cómo un loop eterno, vuelve a empezar el día, comiendo lo que rescató el día anterior. Y sale, con el arma en mano (por qué vaya a saber uno que puede llegar a encontrarse) en búsqueda de más comida y herramientas de vida.
Hablando con Roflo llegó a la conclusión que lo mejor que encontró en todos los años fue esa parrillita movible. Es lo más útil que ha encontrado, por que solo le falta encontrar un par de palomas, o una ardilla, o anda a saber que animal encuentra para cocinarlo y comerlo. Lo acompaña con lo que puede: a veces, y solamente a veces, encuentra unas latitas de arvejas perdidas en el fondo de un cajón de una casa semi-destruida. Ahí, es una comida demasiado elitista. Pero las disfruta a más no poder. Pero no más que ese cigarro que encontró tirado en la estación de servicio en el medio de la ruta para digerir lo comido.
Recuerda el estallido, nuevamente. Recuerda su esposa inmóvil, ahogada en un mar de polvo. Recuerda a su hija bajo los escombros con las manos cruzadas en el pecho, cómo si ya estuviera preparada para el cajón. Recuerda su vida laboral, su vida diaria, afectiva y emocional. Recuerda sus amigos y su buena vida. Por que aunque no vivía excelentemente,  vivía mil veces mejor que ahora.
Piensa en que ha sido de todos sus conocidos. En que le ha deparado el destino para ellos. En que lugar de este cuasi infinito mundo podría estar. Piensa en las posibilidades que existen de encontrarse a alguien, sea conocido o desconocido: y se frena mirando el horizonte, mirando la ruptura del planeta y como ha quedado en la ruina. Y en una milésima de segundo, ve su vida pasar frente a sus ojos. Escucha a la distancia el sonido inquebrantable de la voz humana. Reconoce una mini sociedad fortificada a unos cuantos pasos y sabe su necesidad de ella. Le vuelve el alma al cuerpo. Le sonríe a Roflo y le acaricia ese pelaje negro carbón con un amor infinito, como agradeciéndole toda su compañía y amor.
Se acercan y ningún alma aparecía. Como si fuese un blanco, 5 puntas de arma le apuntan la frente haciéndolo parecer un criminal. Notan su inocencia y sobre todo su buena voluntad.
La Fortaleza, como así le dicen, es todo un privilegio en este mundo. Tienen todo lo que un desolado necesita: comida, agua (hasta para ducharse), electricidad, radios para comunicarse con otra gente. Y él aparenta ser feliz en esta vida que, en este momento del mundo, es de alta sociedad. Tienen chozas bien cuidadas, y hasta pudo prepararle una cuchita a Roflo que va de acá para allá con mucha alegría, aunque le falta un compañero perruno.
Las tareas se dividen allí dentro. A él, le toca la caza por su experiencia fuera del muro. Y no le va mal. Pero en una sociedad donde unos rigen a otros, él no es feliz. No le gusta esa vida y mucho menos en ese ámbito, lo que ha logrado solamente conflictos con los demás. Tiene todo, pero no está cómodo.
Vivió mucho tiempo allí dentro, y realmente no se queja. Pudo hablar con gente y pudo reencontrarse con su viejo amigo el alcohol, que tanta falta le hizo. Pero el jefe no es nada bueno. Es el que tiene el poder y el que controla a los demás. Es el que mata y el que manda a matar. Y es el que le encarga, precisamente a él por su frialdad, matar a los demás. Y para sobrevivir, lo tiene que hacer. Para poder vivir medianamente bien, lo tuvo que hacer. Pero todo tiene un límite.
El límite lo marcó cuando se quisieron meter con Roflo. Que le come toda la comida, que le hace pis y caca donde quiere, que es sucio y está lleno de enfermedades. Y lo hicieron decidir entre el perro, o la buena vida dentro de este mundo cruel. Y aquí él está, dentro de estas calles desoladas, recordandole la buena y antigua vida, paseando con Roflo exactamente por la esquina donde se encontraron en búsqueda de un buen pedazo de carne.

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